domingo, 25 de noviembre de 2012

LA FORNICACIÓN ES UN PÁJARO LÚGUBRE (Abelardo Castillo)

—Cómo que no importa —se encontró diciéndole Bender a la chica, mientras, con gesto ausente, metía en el bolsillo del piloto el diario que acababa de comprar—. Es lo único que importa.
La chica tenía diecisiete años, pero aparentaba veinte y le llevaba casi una cabeza. Con tacos. Descalza, como hacía un momento en el Hotel Loto Azul, eran relativamente de la misma altura. Y hasta de la misma generación. Al menos con la luz apagada. La chica (impermeable de Ives Saint-Laurent, largo pelo de miel, paraguas para enanitos) dio un pequeño brinco y arrancó la húmeda hoja otoñal de un plátano. Se llamaba Agustina. Tiene ganas de dar saltitos, pensó Bender. La diáfana hija de puta todavía tiene ganas de dar saltitos. Él había trabajado como un émbolo, como un pistón, como cualquier otra cosa isócrona y bien intencionada, y ni siquiera había conseguido ponerla en marcha. Era como pretender bailar con una lápida. Tenía las reacciones de una cubetera. Y ahora daba saltitos.
—Si a usted le gusta para mí está bien —dijo la chica y torciendo el cuello hacia abajo, como un cisne, le dio un beso en la zona del ojo.
Demasiado alta, en efecto; podría ponerse tacos más bajos cuando sale conmigo. Mora sería incapaz de una cosa así. O apuntar bien cuando imagina dar un beso.
De todos modos, le había hablado de usted. Esto, en ella, significaba cariño irreprimible. Sólo que Bender (cuarenta y cinco años, profesor adjunto de letras, muerto de hambre) tenía la impresión de que entre una chica de diecisiete años y un tipo de su edad el único tratamiento natural era ése. Cómo está usted, señor profesor. Qué piensa de la toponimia del Amadís de Gaula, querido adjunto. ¿Me dejo puesta la bombacha, tío Bender?
—Vamos a tomar un café —dijo Bender—. Vos invitás.
Agustina abrió con alguna dificultad la cartera, a causa del paragüitas. Buscó algo. Sacó un considerable chupetín de forma cónica, lo desenvolvió y, mirando a Bender, le dio una chupada. No una chupadita, una chupada lenta, deliberada y hasta el tronco. Esta chica, con tal de tener algo en la boca, era capaz de chupar una llave inglesa. Siento un tironcito seco en el nacimiento de la nuca. Debí sentirlo en algún otro lado, pero después de cuarenta minutos de hacer de chupetín y una hora y media de bombear como una torre de petróleo en la Antártida, dudaba de tener pito. No me queda más que la cabeza.
—No tengo plata ni cinco —dijo Agustina, mientras sostenía esa cosa entre los dientes. Otra de sus características era que con cualquier objeto en la boca conseguía hablar con claridad. Bender, a veces, dudaba de que eso lo hubiera aprendido con él en sus pláticas de Española Medieval. —Y encima vas a tener que darme para el taxi. Lo que más me gusta es cuando ponés cara de malo. Lo último que tenía me lo gasté en este chupetín. No te preocupés, bobo, vas a ver que el día menos pensado voy a tener un orgasmo. ¿Vos creés que me va a gustar?
—Entremos —dijo Bender.
Era menos fácil cometer un asesinato en una confitería. En la calle podía tirarla bajo un colectivo. A lo mejor alguna noche lo hacía. La única dificultad era que Agustina debía volver al pensionado antes de las ocho. Se sentaron.
—No te vas a poner a leer el diario —dijo Agustina.
—Qué curioso —dijo Bender—. Casi podría jurar que me saltó solo a las manos. En el quiosco. Nunca leo el diario. Dos cafés, mozo. Y ahora vos me decís eso. Ni siquiera me había dado cuenta de que lo saqué del bolsillo.
—A lo mejor el diario te quiere decir algo —dijo Agustina—. No, mozo, venga por favor. Yo no quiero café. Tráigame un licuado. y una o dos de esas cosas con azúcar que se ven ahí. Esas bolas. Mejor dos.
—Hubiera apostado el alma que ibas a decir eso —dijo Bender.
—Eso qué —dijo Agustina.
Tenía los ojos violetas. Realmente violetas. La primera vez en su vida que conocía una chica con los ojos violetas, y era frígida. ¿Es frígida o yo estoy viejo? No hay mujeres frígidas, sólo hace falta el hombre que las caliente. Pero a ésta quién. El Hombre Nuevo. ¿Qué había acabado de decir Agustina?
—Qué dijiste del diario.
—No sé, qué diario. De lo último que hablé fue de esas cosas con azúcar. Las bolas. —Y encendió un largo cigarrillo.
Entonces Bender sintió que realmente el diario le quería decir algo. Algo relacionado con todo eso. Con la llovizna, el sexo, la muerte. Con los quinientos mil pesos que le quedaban en la billetera. Debería estar con Mora, no con Agustina. Acostarse con Mora era como cantar de chico en el coro de la iglesia. Como una peregrinación a las montañas del Tíbet. Para Mora el sexo no era un chupetín, era un cuerno de caza. Ella sabía perfectamente qué era lo que tenía en la boca cuando tenía algo en la boca. Y del cuerno de caza arrancaba melodías que convocaban a la selva dormida. Despertaban a las fieras y a los pájaros. Hacer la mala porquería con Mora era como cuando Israfel improvisaba. Las Pléyades en el cielo se detenían en su carrera hacia la gran Mariposa de Hércules para escuchar esa música que nacía en su pelvis, y los ángeles conmovidos, aterrados, encelados, se rebelaban contra Dios por carecer de sexo y se tapaban la cara con sus enormes alas de las que caían, dando vueltas, algunas plumas.
—Cuchi —dice Agustina—. Despertate.
Y en el momento en que estira una de sus largas manos para tocarme la cara, veo la enorme cartera de Mora, colgada de Mora, entrando como un torbellino en el bar de enfrente. Ya sé, descubro con terror, hoy es el día de mi asesinato. Mora me ve desde aquella ventana, se olvida de que está casada (con otro, naturalmente), se olvida de que una mujer se debe a su marido y a las mellizas y desenfunda esas grandes tijeras que debe de llevar en algún lugar de su enorme bolsa y me arranca los ojos.
—Sacá la libretita y el lápiz —dice Bender con naturalidad.
—Zas —dice Agustina con una orla de licuado alrededor de los labios. Ahora parece tener quince años. Por la orla. Hasta se le redondeó la cara. Dentro de un instante se abre la puerta de este café y Mora me clava sus tijeras en el pescuezo. Corruptor hijo de puta, la oigo gritarme, con vos no van a estar a salvo ni las mellizas. Mora, le digo antes de entregar mi alma, las mellizas apenas cumplieron dos años. Pero sólo oigo la voz de Agustina. Habla de los visigodos. —Ah, sí —ha dicho—. Tenés que explicarme bien todo eso de los visigodos y del rey Rodericus y la efe fricativa. Qué plomazo —dice.
Bender habla sin mirar hacia enfrente. Le ordena a Agustina que no copie, sino que escuche y tome apuntes. O no vamos a terminar nunca. Agustina dice que hacer dos cosas al mismo tiempo es difícil y Bender pregunta que cómo se las arregla en las clases de la facultad. Ella no se arregla de ninguna manera. Bender piensa que esa chica, cuando él la conoció, estaba en el secundario. Merezco la muerte. Esta chica tendría que tener un tío y llamarse Eloísa. Yo sería Abelardo y el tío mandaría una noche a sus sicarios. A cortarme los bolorcios. Bender recuerda las tijeras de Mora y siente una especie de vacío metafísico en los calzoncillos.
—Ya está. Con eso y dos miradas al profesor tenés para un ocho. Ahí te puse la plata para el taxi. Agarrala sin que el mozo te vea. No me beses. Me siento mal cuando me besás en público.
Agustina salió a la calle y le hizo señas a un taxi. Cuando el taxi estaba llegando volvió hacia la ventana de Bender. Bender miró con terror acercarse a la chica y, en la vereda de enfrente, el resplandor del pelo de Mora. Un incendio al que no apaga ninguna lluvia. Y menos esta lloviznita. El agua, al tocar su pelo, debía hacer pfffss. Como mamá cuando tocaba con el dedo la plancha. Agustina le hacía señas para que levantara un poco la ventana. A Mora, por fortuna, la había detenido un Chevalier: el único objeto de proporciones adecuadas como para impedirle cruzar una calle.
—Qué. Qué te olvidaste.
Entonces la chica dijo algo que le partió el corazón. La reivindicó entre las mujeres. La puso casi a la altura de mamá cuando planchaba.
—No te enojes conmigo —dijo—. Yo hago lo que puedo. Yo no tengo la culpa si no me pasa nada.
Y si no hubiera sido porque Mora ya empezaba a cruzar la calle, Bender se habría puesto a llorar. Porque desde la infantil enormidad de sus ojos me estaban pidiendo ayuda dos diáfanas violetas mojadas.
 
Pero antes de que Mora y su cartera entraran en este bar, Bender, el adjunto, el aterrado y desmonetizado y hambriento Bender, se encontró abriendo el diario. Otra vez. No por taparse la cara. No para ocultar sus pecados. Abrió el diario porque ese diario tenía voluntad. Ese diario tenía alma. Alcanzó a ver 10 de junio de 1980, un titular y la cara de fauno de un anciano. Iba a comprender algo cuando todo volvió a la oscuridad y al silencio. Y a la tristeza poscoito. Bender volvió a ser el hombre de los cincuenta millones de pesos. Pesos viejos. Quinientos mil pesos Ley según el cambio actual. Bender, todo entero, era un hombre al que la vida había dividido por cien. Calculemos. Jaromir Hladik y el ahorcado sobre el puente del Río del Búho, antes de morir, se contaron un cuento entero. Y hasta el mismo cuento. Antes de que Mora me arranque las orejas y quizá los testículos yo puedo arreglar mis finanzas. No soy el hombre de los quinientos mil; lo fui. Cigarrillos, Loto Azul, taxi, café, licuado y bolas de fraile de Agustina. Qué me queda. Sin contar el diario. Sin contarlo, justamente. Porque por alguna razón el diario de hoy no pertenece a la realidad euclidiana. Me pregunto si no me estoy volviendo loco. Casi diez millones o cien mil Ley gastados desde que salí. A razón de treinta mil por hora. Cuánto hace eso en un día. ¿Y en un año? Estos últimos meses Bender había considerado seriamente la idea de matarse. Consecuencia de esta vida de jeque petrolero que llevaba. O de la muela que le habían sacado. O de haber cumplido cuarenta y cinco años. Si por lo menos no tuviera la manía de llevar a las mujeres a hoteles. Albergues transitorios, se llamaban ahora. Era aterrador. Él pertenecía a la generación de los alojamientos. Más atrás, a la de los amueblados, también llamados muebles. A qué historia pertenezco. Cómo se puede ser tan antiguo y seguir vivo. Cuando estaba con Mora (treinta años, John Lennon, manifestación a Ezeiza) tenía que cuidarse de silbar boleros; con Agustina, ni silbar a los Beatles. El día menos pensado enmudecerán todos mis chifles. No habrá ninguna mujer que me friegue mi ciática. Todo por mi manía de los hoteles. Porque Bender tiene teorías. Una es su Regla de Oro. No traer nunca una mujer al departamento. Se habitúan. Empiezan por poner un florerito. Tienden la cama. Un día aparecen en la puerta con una enorme valija. No una valijita de ilusiones, nada de metáforas. Un valijón de familia de inmigrantes. Y te pueblan la casa de macetas con geranios, con helechos, con plantas trepadoras y carniceras. Se multiplican en hijos y sartenes. He visto un gran hombre que visitado por sorpresa por un poeta adolescente debió esconder un bombachón que estaba sobre la máquina de escribir. Yo, ese adolescente. Y eran otros tiempos. Qué no dejarán ahora.
Momento en que entró Mora y todos los varones del local dieron la impresión de que iban a pararse para ofrecerle fuego, o una silla, o una ficha para hablar por teléfono. O querían prestarle sus paraguas o ladrar. Pero ella vino a mí. Como el barco de Simbad hacia la Piedra Imán, fue hacia Bender.
—Te vi cuando estaba por volverme a casa. Tengo toda la tarde libre. Desde cuándo leés los diarios.
—Cierto —dice Bender—. Debe ser la soledad.
Dobla el diario y vuelve a meterlo en el bolsillo del piloto. El diario tiembla un segundo en su mano. Como la piel de zapa. Como la zarpa del mono. Mora lo observa. Ella el lobo y yo Caperucita Roja. Hay chispitas en sus ojos. Va a decir algo espeluznante, lo dice:
—Tengo hambre y una idea.
—Je —ríe histéricamente Bender.
—Am, am —dice Mora.
Para abreviar. Bender, con su aspecto de zombie, camina junto a Mora por la arbolada vereda del Loto Azul. Siente en su nuca la mirada estupefacta y reprobatoria del hombre del quiosco. Antes de esto, Mora, que había rehusado una cautelosa invitación a almorzar, hizo desaparecer del universo físico dos porciones de torta de manzana y un tazón de café negro como para despertar de su sueño milenario a Nefertiti. Se han dispuesto a terminar conmigo. Van a pulverizarme. Después de este lluvioso día de junio seré la sombra de mí mismo. Debe repercutir de algún modo en el cerebro. Hay días en que tengo la sensación de que se está cometiendo una injusticia con mi firulete.
—En éste no —dice Bender, que en el fondo es un romántico, ante la puerta del Loto Azul—. Vamos al de la vuelta.
Mora tiene cosas que la ponen por encima de las mujeres comunes.
—Para qué, es más caro.
Bender no tiene tiempo de conmoverse porque la palabra caro le produce una especie de hipo.
Cuatro horas más tarde (doble tarifa, alcanza a sentir Bender con la parte aún no licuada de sus sesos) vuelven a pasar, en sentido inverso, por delante del quiosco de diarios. Bender tiene una alucinación. Una extraña y fugaz locura eidética. Ve lo que el hombre del quiosco está viendo. Me veo y veo a Mora. Una especie de fotomontaje. La chica de La Libertad en las barricadas de Delacroix junto a un evadido del campo de concentración de Auschwitz. El quiosquero esta vez no me mira. Quizá porque no me ve.
En lo alto, sobre la cabeza de Bender, lentamente, ha comenzado a volar en círculos un ominoso pájaro negro de alas majestuosas. Quita el pico de mi pecho. Deja mi alma en soledad.
 
Departamento de Bender en Parque Centenario. Cama de fierro de una plaza, ventana al fondo. El cuarto de Van Gogh pero con una vieja Underwood sobre la mesa y una repisa con libros. Piso dos. Cuando el espectro de Bender subió a tumbos la escalera se sintió más bien Toulouse Lautrec yendo de visita a ver qué tal seguía el otro de la oreja. Afuera, sobre el solitario laberinto del parque, cae la noche. Cae la lluvia. Cae todo. Bender ve la cama y también cae. Entonces repara en el diario. Se desliza de su bolsillo y cae al suelo. Lentamente, se abre. Como una cosa viva, como un diario que se despereza. Se abre exactamente en la página donde está la fotografía del anciano. Bender y el anciano se miran. Suena el teléfono.
—Hola —dice Bender—. Vos estás loco.
Del otro lado, una urgente voz de varón en celo le está pidiendo cinco palos. O por lo menos, tres. O sea otros tres millones viejos y todavía no pasó una hora. Le pregunto para qué esa importante suma: ¿tiene hambre?, ¿tiene el hijo enfermo? Coma mierda. Mate al hijo. Mi amigo del alma dice que hay que ser muy poco instruido para preguntar una cosa así. Una mina, oigo. Oigo la palabra mina y siento que Jack el destripador era argentino. Fui yo en Londres. La lluvia me trae el recuerdo y me cosquillean en las manos las tijeras y los bisturíes y los escalpelos. Las voy a matar a todas. No quedará una puta sobre la faz de la Tierra. En cuanto termine de oscurecer salgo al parque y a la primera que pase le corto todo. Me oís, dice la voz de mi mejor amigo: una mina, esas cosas frágiles de ideas cortas y pelo largo, con ombligo. La tengo sentada en un boliche roñoso hace una hora, se le va a deformar el culo por tu pijotería, me oís o no me oís. Yo no lo oigo. Yo estoy mirando la fotografía del diario. Yo no lo oigo pero digo:
—Esperá un momento, no vayas a cortar, no te muevas de ahí ni hagas nada irreparable —Bender mira la cara del anciano, lee el titular. Entonces era eso lo que estaba tratando de decirle el diario. Bender, de pronto, se despierta. Cuando vuelve a hablar le sorprende reconocer su voz. Varias especies de machos gallardos hablan por su boca. El león, el enjoyado pavo real, el buchón robador de palomas. No le sorprende, en cambio, lo que dicen. —La mujer es la casa del hombre —dicen—. Te presto diez, no cinco. Te los regalo, no te los presto. Si cuando llegás ya me fui, te los dejo encima de la cama. También te presto la cama. Estás oyendo perfectamente. Acaba de morir Henry Miller y yo debo colgar.
Siete minutos después, bañado, afeitado, reluciente y fresco como un pepino, Bender, totalmente desnudo, marcó el número de las Hermanas Adoratrices. Cuando lo atendieron se apretó la nariz con los dedos y, con impersonal voz de telefonista, preguntó si ése era el número. Le dijeron que sí. De larga distancia un momentito que le van a hablar, dijo Bender. Hable, dijo Bender.
—Gracias —dijo Bender con tono latifundista de papá de Agustina—. Hola, hola —dijo—. Con la hermana Sofía, por favor —y la voz que oyó del otro lado parecía estar tan en paz con Dios que Bender se tapó con urbanidad el ombligo con el diario. La hermana Sofía habla, sí, dijo la voz. —La escucho muy mal, hermana. Le habla el doctor Daireaux, el papá de Agustina. Usted me escucha. —Sí, sí, señor Daireaux, dijo la voz en armonía con los cielos. —Entonces escúcheme bien, yo casi no oigo nada. Usted cállese y escuche. Mi tía la mayor, tía Merceditas, la tía abuela de Agustina, usted la recuerda, la tutora de la niña, sí. Se dislocó la paletilla. Y va a necesitar que Agustina la asista por lo menos esta noche. Hola. A la niña la pasará a buscar mi primo segundo, el doctor Bender. Bender, exacto. Tiene una autorización mía, firmada, en regla. Merceditas se me quedó sin enfermera y sin mucama, Dios me perdone pero siempre lo mismo cuando más hacen falta —Bender tomó aliento; desde el diario, los ojitos socarrones del viejo le estaban indicando algo, un pequeño problema. —Ah, sí. Gracias —dijo Bender al diario—. Me oye, hermana Sofía. Usted se preguntará por qué llamo yo desde mi establecimiento de tambo y no mis propios familiares desde Buenos Aires. Escrúpulos. Seriedad de mi primo segundo. Delicadeza, en suma. Figúrese que el doctor Bender, Ben-der, el del papelito, ha viajado en su avioneta ida y vuelta para recabar mi autorización. Al tambo. Hasta Junín. Fue y vino. Quiero decir, vino y fue, qué me dice. ¿Qué dice? Ah sí, con este tiempo. Vino y fue en su avioneta con este tiempo. No oigo nada. Cómo para qué tanta molestia, por si la necesitara a Agustina más de un día o algún otro día. Nunca se puede saber en ciertos casos. A veces pienso que esto puede durar toda la vida. Usted rece. Ah, hermanita, que se ponga su mejor vestido. Como si fuera a una fiesta. Es por la tía Merceditas, para que no crea que está grave. Si la niña quiere pintarse que se pinte. Los ojos, sobre todo. Que impresione. No quiero que la tía piense que se va a quedar sola con una criatura, usted me comprende. Hola, ¿me comprende? No oigo nada, debe ser por las inundaciones. Se me han ahogado cuatrocientas vacas y encima ahora la paletilla. Bender, ya sabe. Le cuelgo, hermana. Dios quede con usted, hermana. Ora pro nobis. No se imagina qué clase de favor está haciendo.
 
Veinte minutos después, Bender (piloto abrochado hasta el cuello, paraguas a botón, diario en ristre) estaba sentado con las rodillas muy juntas en el banco frailero de la recepción del pensionado de Las Adoratrices. Junto a él, la plácida hermana Sofía. Igual a la abuelita del té Mazawathee. Hablaban de paletillas e inundaciones y de los designios inescrutables de la Providencia. Todo siempre era para bien. De tanto en tanto, en lo alto de la escalera, aparecían y desaparecían ovales rostros núbiles, o casi. Como en un palco del Cielo. Miraban a Bender con los ojos que Zola le describe en La taberna a la nena de siete años. La nena que después será Naná. Había unas cuantas, ahí arriba, bajo cuyas camisetas de frisa galopaba el corazón de Brunilda. ¡Guerra! ¡Guerra! Sonreían detrás de sus manitos, ji ji, y desaparecían. Son como gallinitas. Todas alrededor de mi granito de maíz. Quizá la imagen era mazorca. O marlo. Qué putesco puterío potencial, oh sombra de lo que fui. Cuándo bajará Agustina. Acá corro peligro. Tienen ojos de ménades. Ñam, ñam. ¡Socorro!, pensó Bender y, como un amuleto, se aferró con las dos manos al diario enrollado sobre sus rodillas.
—Decía, hermana.
—Que si la niña no puede venir mañana no importa. Es el aniversario de la fundación de Buenos Aires así que no hay facultad. Puede llamarnos por teléfono.
—Creo que no hará falta, hermana. Si Dios me ayuda. Es menos un tratamiento prolongado que intensivo. Por fortuna todo lo anterior está hecho. A conciencia. Masajes, calor. Alguna punción. Usted me comprende. Yo calculo que en seis o siete horas va a cantar en japonés.
—No entendí, señor Bender.
—Tía Merceditas es orientalista. Canta tankas, haikus. En la Colina del Arroz Sonoro me encontré con Tu Fu; bajo el sol cenital de ojos de oro, tenía puesto un sombrero de bambú. Esas cosas. Se acompaña con un laúd chiquito de la dinastía Ping. No ahora, claro, por la paletilla.
Entonces bajó Agustina. Circundada de adolescentes con caras de torta y ojos constelados, bajó Agustina. Como emergiendo entre los pétalos de la Rosa Mística. Seguida por un cortejo de miradas de ciervas, gatas de corralón, asombradas gacelas. Pintada a lo Cleopatra, armada de belleza hasta los dientes. Con lentitud bajaba. Con cara de loca, con un pie delante del otro. Como una pitonisa que desciende las escalinatas délficas, bien a lo turra, bajó Agustina.
Las mujeres saben. Agustina y su mirada más allá del bien y el mal. Agustina glacial pero borracha ahora de aventura inédita. Sólo cambiar de dirección esa ebriedad y clavarse en la memoria de Agustina como un menhir, como un tótem, inmortal en Agustina todo lo que dure la transitoria ceniza de su cuerpo. En la iglesia vecina comenzaron a sonar campanas. ¡A la guerra! ¡A la guerra! Bender estaba de pie, su pito también. ¡Milagro! Las campanas llamaban a la bendición nocturna. Un coro de voces infantiles cantaba Lauda Jerusalem. ¡Hosanna! ¡Hosanna!
—Hola, tío Bender —dijo Agustina y su natural cinismo femenino hizo que Bender se felicitara por ser huérfano y varón.
—Hola, nena —dijo Bender.
Y en presencia de las niñas adoratrices del palquito, bajo la mirada aprobatoria de María de Magdala, de la hermana Sofía y de las once mil vírgenes, se dieron un casto, aunque ambiguo, beso de refilón en la comisura de los labios. ¡Hosanna!
Liliputienses flechas de ángeles gorditos volaban en todas direcciones, incluso me pareció ver angelitos de culo redondo cayendo desde lo alto en distintas posturas. Incluso, una de las niñas rodó por las escaleras. Y un gran pájaro negro se posó sobre su pecho. Y me miró fijamente a los ojos. Y graznando algo sobre la brevedad de la vida, le arrancó el corazón.
 
Bender y Agustina en Yrigoyen y Pozos, bajo un único paraguas. No llueve ni garúa ni llovizna. Orvalla. Agustina con vestido de jersey negro. No me mira. La miro de reojo. Somos una pareja de perfil, como dos egipcios. Agustina con su vestido y su cuello de garza real y su escote. Lista para ser pelada como una chaucha. Collarcito rutilante y quizá propio. Tapado sobre los hombros. No propio. Tapado de zorro requerido a último momento a alguna adoratriz adulta, una de esas viejas trotonas que ya tienen como veintiún años. Al bajar la escalera del pensionado lo llevaba entre los brazos, apretado contra el pecho. Tan niña y tan artera. Ahora uno nota lo que jamás imaginaría la hermana Sofía. Esta chica no tiene corpiño. Tampoco le hace mucha falta, es cierto, pero eso que se ve allí es en cierto modo una teta. Si yo fuera tu padre, piensa Bender.
—Cerrate ese tapado. Venus de las pieles.
—Te gusta, es mío —informa con impávida falsedad Agustina y Bender la mira—. Mentís, trompeta —dice Agustina bajando los ojos—. Adónde me llevás —preguntó después.
Entonces Bender se lo dijo, estaba enojado y se lo dijo con brutalidad. No le dijo adónde sino a qué. Empleó una palabra fea, un vulgarismo. Tal vez debió decir a hacer el amor, no esa palabrota.
Agustina estaba encantada.
—¡Surprise! —dijo—. ¿Otra vez?
Bender  la miró con ojos de loco.
—Pero antes —dijo Bender— te llevo al cine. Siempre jodiste con que te llevara al cine —no sé por qué estoy hablando con ferocidad, pensó Bender, yo no soy así, yo soy más bien un melancólico—. Y después del cine te llevo a comer a algún lugar exótico, carísimo, con cíngaros y bayaderas y turcas con el ombligo al aire que bailen la danza del vientre —me enloquecí, pensó Bender.
—¡Fa! —dijo Agustina.
—Y a caminar. También a caminar por parques húmedos.
—Qué hermoso. Y después de eso me abandonás. O te suicidás. Te lo veo en la cara.
—Qué, cómo.
—Que quiero ir a ver una prohibida para menores de dieciocho.
Y Bender tuvo una revelación. O dos.
La primera no fue, strictu sensu, una revelación auténtica: fue una constatación. Siempre lo sospeché. Las mujeres saben todo acerca de todo. Cumplen once años y ya está. Colegiala que pese más de treinta y cinco quilos, trae, en su carterita, un biberón y un mejoralito para Bender. Debido a que soy huérfano. El desamparo se nota. La soledad es como un resplandor. Enfermera, pitonisa, madre y puta son funciones litúrgicas de la mujer. Por eso se me pegan estas yeguas. Practican conmigo. Y yo me voy a morir lejos del paraíso. Sin confesión y sin Dios. Y seguramente sin pilila. Crucificado a mis penas como abrazado a un rencor. Nada de lo cual fue la verdadera revelación. La revelación fue cuando Bender oyó que Agustina quería ver una película chancha. La miró y se quedó mirándola. La miró con helados ojos repentinamente grises, dos pequeñas y frías monedas de níquel, qué cosa escalofriante. Bajo su negro paraguas, Bender miró a Agustina desde Transilvania. Y ahora habla secamente. La está corrompiendo, la seduce, ha empezado a violarla hasta el más remoto sarampión, hasta el último vestigio de Quacker Oats.
—No querés nada de eso —dijo—. Lo que Agustina quiere es ir a ver el festival de Tom y Jerry. Y que lo aproveche bien, que se ría hasta hacerse pipí de felicidad. Carpe diem. Porque nunca en su vida volverá a ver un dibujo animado con los mismos ojos.
Agustina muy seria. Va a decir alguna pavada.
—El otro día hicimos Otelo con las chicas del pensionado. La gorda Martínez hacía de Otelo pero en vez de oh infame puta decía oh esposa impura. Te da una risa bárbara, no te da nada de risa. Bueno que de golpe me acordé de la gorda cuando Otelo la agarra del cogote a Desdémona y le dice que rece. Impresiona más porque le dice de usted, ha rezado Desdémona sus oraciones, a mí los sádicos no me dan nada de susto.
—Je —dijo Bender.
—Por qué no te casás conmigo y me sacás del pensionado. Odio las vacas. Odio el latín. Yo te lavo la ropa.
—Je —dijo Bender—. Taxi —dijo—. Al Cine Real, rápido, al festival de Tom y Jerry.
—No, no —susurró clavándole las uñas en la mano—. Tom y Jerry, no. Tengo miedo.
Y en el iris de sus ojos huían, en todas direcciones, fulgurantes y aterrados pececitos de colores.
—Je, je —dijo Bender.
 
Y de aquí que no vieron a Tom y Jerry. Vieron Los hechos del Rey Arturo y sus Nobles Caballeros con el pato Donald en el papel de Sir Lancelot del Lago. Él y grande elenco rico en mandobles y catapultas. Y aunque Agustina no reía aquello era mucho mejor que la historia del Rey Rodericus y Carlos Martel en los albores del protocastellano, había explosiones y salvajismo a rolete, la vaca Clarabella tocaba el laúd, el tío Patilludo era Merlín, y Pete Pata de Palo acaba de raptar a Guenever porque es el Ogro. Con música de Bartók y Ligeti. Y Walt Disney, que flotaba sobre el caos, dijo Hágase un Gran Petardo. Y el petardo se hizo. Y los niños que pataleaban en el Cine Real y rodeaban a Bender y a Agustina (que no reía) y enchastraban  a sus mamás de maní con chocolate y moco, vieron que el petardo era bueno. Y el petardo estalló. Maldición, Sir Lancelot está en peligro. Y Walt Disney dijo Haréle ayuda idónea para él. Y apareció un cañoncito negro y apuntó el culo de Pete y uno de los sobrinos de Donald sacó una caja de fósforos, el otro la abrió, el otro encendió la mecha, y el pícaro gordo fue a parar a la mierda con grande regocijo de la platea al borde de la histeria colectiva. Pero Agustina no reía. Tenía enormes ojos de hechizada, se le desorbitaban los ojos y parecía estar viendo los frisos pornográficos de Pompeya, leyendo el Ananga Ranga, visitando las cámaras secretas de Sumeria, iniciándose en Eleusis, con los labios entreabiertos, igual a la prostituta de Babilonia. Y la reina Guenever, interpretada por Margarita (largas pestañas, holgados zapatos de taco alto, bonete con tul) iba a ser quemada en un puente pero tocaba la mandolina. Un niño, enloquecido de placer le dio una patada a Bender y depositó algo dulzón y derretido en su mano. Era rico, constató Bender al chuparse el dedo. Ahora no estaba muy seguro de si Patilludo era el rey o Merlín, algo confuso por las explosiones y los degüellos, sin contar un interrogante que lo hizo sentir aún más huérfano. A quién preguntarle por qué, si Dippy es un perro, tiene a su vez un perro llamado Pluto. Y por qué Pluto es también perro de un ratón. Por qué Clarabella, que es vaca, anda a caballo por campiñas donde hay vacas que parecen vacas. Cómo es que todos tienen cuatro dedos. Y usan guantes. Y ese auto que viene ahí de dónde salió.
Momento en que, en el silencio expectante del Cine Real, se oyó la voz de Agustina:
—¡La abuela Donalda! —gritó.
Y fue la apoteosis. Los niños aullaban, se revolcaban y quizá morían, Agustina se reía aferrada al bíceps de Bender y lo pellizcaba, la abuela Donalda sacó del baúl de su auto una descomunal Máquina de Picar Carne y metió a todos los traidores de Camelot adentro, mientras Gastón hacía girar la manivela y Clarabella y Margarita, con su mandolina y su laúd, ejecutaban elcalmo con tenerezza del Doble Concierto para flauta y oboe de Ligeti. Y Bender, en la oscuridad, también reía. Pero de un modo ambiguo. Como crujen en los muelles los barcos a la noche, como la calavera de Yorick. La boca reía, je, pero de sus ojos saltaban lágrimas como si un mono tirara cocos de una palmera. The end. Y salieron de la irrealidad del Cine Real a la realidad del mundo real y ahora caminan por Corrientes bajo la llovizna entre niños que ríen y hablan a gritos de la película, viste cuando, niños cubiertos de lana, que huelen vaga y simultáneamente a chocolatín y a perro mojado. Ruido y furor y lluvia. Como un cuento contado por una regadera loca.
El cuervo de Poe, desde una prudencial altura, deja caer una cagadita sobre el paraguas de Bender. Cosa que nadie olvide cuál es el camino de toda carne.
Y un minuto antes de la medianoche, Agustina estaba desnuda como vino a este mundo, en la habitación número 88 del Hotel Capricornio.
Y ahora, por favor, silencio.
 
Debí vivir cuarenta y cinco años para comprender el sentido cabal de las palabras: hacer el amor. Yo recuerdo que de chico, en los libros, hacer el amor significaba otra cosa. Hacer el amor era hablar de amor, cortejar. Todo cambia, por supuesto. Ya a los ocho años yo descubrí, sin demasiado dolor, que hay que estar preparado para despertarse, cada mañana, en una casa que no es más la nuestra, ni volverá a serlo nunca. De esa época, creo, viene mi confianza en las palabras y mi amor por los viejos libros. Los libros, para mí, eran el bosque sagrado donde las cosas sucedían sin pasar por el tiempo, eran como remansos de la realidad. Pudo desaparecer Troya, podían haberse podrido los barcos y los hombres que la asolaron y la defendieron, podía el bronce de la que fue una espada haberse ido degradando hasta este adorno de bibelot en esta pieza de hotel, pero siempre quedaba un lugar donde unos versos rearmaban el intacto escudo de Ulises, la frente de Helena, el mar color de vino. Mi madre no estaba, mi padre dejaría de cuidar sus rosas algún día, yo mismo me iba a ir; pero quedaban para siempre ese arco que seguía siendo tensado por un rey, y la flecha que atraviesa el ojo de las hachas. Las palabras no podían corromperse; no eran cosas. Las palabras eran el origen y el espejo de las cosas. Después crecí. Y un día, ante mi asombro, una muchacha tan joven como Agustina le estaba susurrando a un muchacho que era yo algo que él no entendía. Esa noche, Bender durmió solo. Pero desde esa noche “hacer el amor” significó brutalmente acostarse con una mujer. Confieso que me sentí ofendido. Era, me pareció, un abuso del lenguaje. Después seguí creciendo. Hablé poco y forniqué mucho. Pero nunca hice el amor. Prevariqué, eso sí, y puticé. Como el ventero que armó a don Quijote, recuesté viudas y deshice doncellas. Fifé, me encamé, jodí, copulé, corté como Jerineldo la rosa más fragante de algún jardín real, pinché y trinqué, rompí, sodomicé y desgolleté, conocí, folgué, serruché y hasta solitariamente me vicié, pero como había aprendido a desconfiar de las antiguas y hermosas palabras, no le hice a nadie, ni mucho menos hice con nadie, el amor. Yo creo que las mujeres lo saben, y por eso a veces fijan con desconsuelo su mirada en mi bragueta, como desde lejos, con los mismos ojos milenarios que tenía mamá cuando planchaba y yo jugaba a descuartizarme o a ser el señor Valdemar derretido, y cuando les pregunto qué pasa, ellas dicen que a los tipos como Bender habría que cortarles la cuestión con una lata oxidada. No sé, a lo mejor todas las mujeres saben todo y es cierto nomás que los hombres somos seres inferiores e incompletos. De cualquier modo, algo descubrió Bender la tarde del 10 de junio de 1980; algo empiezo yo a descubrir ahora. Mientras voy doblando dulcemente hacia atrás el cuerpo de Agustina y me oigo decirle que no hable, que no piense, mientras la tiendo muy suavemente como a un objeto muy frágil sobre el brillante acolchado azul de la cama donde su cuerpo titila como una constelación que hubiera adoptado la forma de una mujer, he comenzado a develar el verdadero sentido de las palabras hacer el amor. Hacer el amor, amarlo, levantarlo piedra sobre piedra, arco a arco, columna a columna, y dejarlo instalado sobre el mundo, es desafiar nuevamente a Dios. El árbol vedado del remoto monte del Abuelo, antes que ningún otro conocimiento, enseñaba esa peligrosa sabiduría, y es así que todavía hay un ángel castrado entre las plantas amenazando los genitales de los hombres con una espada de fuego. Hacer el amor es robarle la mujer a Dios. Porque para armar el amor y habitarlo, hay, antes, que crear a la mujer, hacerla. La mujer es una casa construida según la lenta albañilería de algún hombre. No me apures, Agustina, no te apures, esto que se está haciendo como un dibujo bajo la lluvia tiene sus leyes y sus ritmos, no es el amor, pero hay que escandirlo amorosamente como un verso. El amor no puede hacerse en unas horas, como yo creía, ni en semanas. Se tarda años. Hay hombres y mujeres que mueren sin haberlo hecho, sin saber cómo se hace, hay muchachas y muchachos a los que asesinaron sin haberles dejado levantar una sola viga, sin abrir una ventana, hay generaciones y pueblos enteros que son diezmados, supliciados, ardidos hasta lo blando de los huesos, sin darles tiempo a reunir los materiales de hacer el amor, ahora mismo, mientras mi boca en tu oreja y tu boca de ahogada en mi cuello y mi mano subiendo por los contornos de médano de su cuerpo, hay, sobre la húmeda y eléctrica piedra lustral de un sótano, en una cárcel, una adolescente roja que ya no va a temblar nunca con el temblor que ahora percibo bajo mis dedos como una caliente arena fina por la que pasara un río subterráneo. Vientres pateados, sexos deshechos, martirizadas bocas de dientes rotos, Agustina, ruinas nupciales, pedazos de parejas muertas que nunca van a sentir lo que por primera vez estás sintiendo ahora, este miedo dulce de ir cayendo hacia el centro de vos misma que hace rodar de un lado a otro en la oscuridad tu cabeza sobre la almohada, que te hace decir qué, qué me pasa, manos mutiladas que estuvieron vivas y que ya no encontrarán lo que tu mano, de pronto inexperta, busca entre mis piernas, hombres que tuvieron piernas y un sexo para usar entre las piernas, matas de cabello de mujer que no llenarán nunca el puño de un varón, puños de varón que nunca más empujarán con dulce brutalidad la cabeza de una muchacha hasta la consentida sumisión, hasta la ambigua servidumbre que sólo la hembra del varón aprende, que no conocen las bestias ni los ángeles, pero que Agustina ahora no acepta, de rodillas sobre la alfombra y con las manos juntas como una mantis religiosa, volviendo a sacudir de un lado a otro la cabeza como si rezara, apretando los dientes acaso por el súbito horror de querer arrancarme el sexo de las entrañas, por primera vez no acepta, mientras Bender de pie sonríe y acaricia con cuidado y suavidad su cuello, como quien amansa un animalito cerril, le cubre dulcemente las orejas con las manos, se arrodilla junto a ella y le besa las lágrimas, la distrae, y como si jugara la va tendiendo sobre el piso y la abre como a un cauce mientras Agustina murmura por qué acá, por qué así, y él le dice que se calle, que no hay que pensar, que escuche, que escuche cómo cae la lluvia.
 
La del alba sería cuando Bender, mustio y desmejorado, se paró frente a un bar de la calle Pozos. Solo con su alma. Sigue lloviendo. Es una mañana gris como la que, hace cuatrocientos años, le inspiró a don Pedro de Mendoza la gigantesca broma de llamarle Buenos Aires a este pantano. Las gacelas del Valle de Nourjahad no tenían los ojos más grandes que Agustina esta mañana. Cuando lo miró por última vez, sin saberlo. Dos sonámbulos maelström violetas donde naufragará, uno de estos días, el corazón desarbolado de un adolescente que me llamará viejo verde. Debo constatar, en casa, si aún me queda algo sólido en la delicada bolsa del escroto. Me he pasado exactamente medio día en la cama. Doce horas. Irreparable pérdida. Homúnculos que podrían haber repoblado la Tierra, en caso de necesidad. Bender, frente a esa puerta. Con el dinero justo para beberse un whisky matutino, medicinal y acaso póstumo, o para tomarse un taxi hasta Parque Centenario. Entro y abro el diario. Pero antes de abrir el diario veo lo que veo. Un joven matrimonio, enfrente. Llevan canastitos, sillas plegables, bidones. Veo dos bicicletas, una considecar. Esos dos no creen en la llovizna, van de picnic. Es feriado y tienen perro. Ponen dos niñas en el sidecar. Bender recuerda algo que le atañe. ¿Le atañe? O a lo mejor allá enfrente no llovizna, allá, en el mundo real. Un whisky doble, dice Bender. Murió a los 88 años, dice el diario. Allá están, desde hace veinticuatro horas, el titular, la noticia y la fotografía. Bender mira la cara del viejo, sus ojos de fauno, su boca sensual. Esa expresión divertida y maligna. Bender mira ahora su gran frente ascética, rapada, austera como un domo. Frente de lama tibetano. Esa cabeza y esos labios deben de haber combatido duro por apoderarse de su alma. Hay caras que no son caras, son campos de batalla. En la vereda de enfrente, la pareja que tiene un sol propio para los días de lluvia ha subido a sus bicicletas, el perro mueve la cola. Son salutíferos y a su modo eróticos. Hacen asado en el fondo. Su felicidad es del tamaño de un huevito de paloma, pero ellos la protegen de la lluvia. Y la empollan. Sábados y domingos. Porque así también era el mundo en tiempos de Bender, querido lector.
El viejo fauno lo miraba desde el diario no sin cierta socarronería.
—A tu salud, abuelo —ha dicho Bender alzando el vaso y mirando la cara del viejo—. A tu salud, y cada cual a su manera.
Un gran pájaro negro, arrastrado por la tempestad, entró en el bar. Bender sintió unas uñas clavadas firmemente en su hombro, bebió y miró plegarse en el suelo la sombra de unas alas.

Abelardo Castillo

No hay comentarios:

Publicar un comentario